II
Hacía ya tres días, en una de las más bellas mañanas de agosto, que se estaba oyendo mi causa. Tres días que mi nombre y mi crímen juntaban por las calles nublados de espectadores, que venían ansiosos a posarse en los bancos de la sala de audiencia, como los cuervos alrededor de un cadáver. Tres días que el espectáculo fantasmagórico de jueces, testigos, abogados y fiscales pasaba y repasaba por delante de mi vista, grotesco a veces, con frecuencia sanguinario y siempre fatal y sombrío.

Las dos primeras noches no había podido dormir de inquietud y de terror. La tercera me dieron sueño el despecho y el cansancio. Quedaban los jurados deliberando todavía en la mitad de la tercera noche, cuando me volvieron a mí a la paja de mi calabazo, ad donde caí desde luego en un sueño de completo olvido.

Aquellas fueron las primeras horas de reposo que había logrado después de muchos días de horrorosa agitación. Aún me hallaba sumergido en los más profundo de aquel profundo sueño, cuando vinieron a despertarme. Pero no bastaron entonces para conseguirlo, ni el paso duro del carcelero, ni el ruido de sus zapatos herrados, ni el retintín de su manojo de llaves, ni el ronco rechinar de los cerrojos. Fue menester que para sacarme del letargo en que yacía me moviese violentamente con su mano ruda y gritase su ruda voz a mi oído:

Arriba! Abri entonces los ojos con sobresalto y me repuse y apoyé sobre el codo, precisamente en el instante en que lucía la plataforma del corredor vecino (único cielo que me era dado entrever por una estrecha y alta ventanilla) con aquel reflejo amarillo, en que los ojos acostumbrados a las tienieblas de una cárcel, saben reconocer la presencia del sol con tanta certeza.

Hermoso tiempo! Le dije al carcelero, que estuvo un rato sin contestarme, dudando quizás en su juicio, si merecía mi observación el dispendio de una palabra; al fin murmuró bruscamente y no sin algún esfuerzo. Puede ser! Continuaba yo en tanto inmóvil, la razón aún casi adormecida, los labios sonriendo y la vista fija en aquella dulce reverberación dorada que esmaltaba la plataforma. Qué bello día! Repetí embelesado. Si señor, respondió el hombre. Ahí fuera le están a usted esperando. Aquellas pocas palabras me repulsaron violentamente hácia la realidad, como suele el hilo romper a deshonra el vuelo de un insecto.

Y súbito me pasaron por los ojos cual en la luz del relámpago, la sala sombría del tribunal. La herradura que forman los jueces en sus asientos, ornada de ensangrentados jirones, la triple línea de testigos con su mirar estúpido, los dos gendarma a los estremos de mi banco, las ropas negras agitándose, las cabezas de la multidud hormigueando en la sombra del fondo y fija sobre mí la vista de los doce jurados, que habían velado mientras que yo dormía.

Me levanté pues como fuera de mí, trémula la boca, inciertas las manos, sin saber a donde hallar el vestido ycon las rodillas tan débiles, que tropecé al primer paso como suele un hombre sobradamente cargado. A pesar de todo seguí como pude al carcelero.
Dos gendarmas me esperaban a la salida del calabazo, a donde me pusieron las esposas con un candadito muy complicado que cerraron cuidadosamente. Yo no hice el menor movimiento. Fu aquello lo mismo que poner una máquina sobre otra.

Atravesamos de allí un patio interior, adonde levanté la cabeza reanimado por el aire vivificador de la la mañana. Estaban los cielos del todo azules y diáfanos y los rayos de sol, quebrados por las altas chimeneas del edificio, trazaban grandes ángulos de luz en la cima de los elevados y adustos muros del la cárcel. El tiempo era bellísimo en efecto.

Subimos a continuación una escalera de caracol, pasamo tres corredores consecutivos, se nos abrió después una puerta muy baja y vino a herir mi rostro en el mismo punto cierto aire caliente acompañado de ruido. Era este el aliento de gran gentío que esperaba ya en la sala de audiencia, adonde entramos todos.

Excitó en ella mi presencia mucho vocerío y rumor de armas. Se movieron ruidosamente todos los bancos, resonaron las cavidades todas de la sala y mientras la iba yo traversaba por entre dos masas de amuralladas de soldados, me imaginaba ser el punto céntrico de donde partían cuantos hils daban movimiento a aquellos rostros inanimados y vaciós.

Entonces advertí que no tenía y puestas las esposas, pero nunca he podido recordar ni cuando ni en donde me las quitaron. Cuanto llegué a mi sitio a mi sitio quedó todo de prontoen un profundo silencio y al cesar el tumulto de la muchedumbre cesó también el de mis pensamientos y entendí clara y repentinamente lo que hasta entonces solo había entrevisto de un modo confuso, a saber: Que era llegado ya el momento decisivo y que me iban al instante a leer mi sentencia.

Explique el por qué quien lo sepa. De tal manera se me presentó aquella idea que no me causó terror alguno. Estaban a la sazon abiertas las ventanas. El aire y el bullicio de la ciudad llegaban libremente de la puerta exterior hasta nostorso y había en ella tanta alegría como si la hubiesen preparado para una boda. Los rayos del sol trazaban por todo su ámbito imágenes luminosas de las vidrieras, prolongadas por el suelo, desenvueltas en las mesas y cada rayo de los que atravesaban los cristales se abría en el interior formando un prisma de dorado polvo.

Los jueces sentados a la cabecera de la sala parecían contentos. Tal vez porque esperaban acabar pronto. En el rostro del presidente, iluminado por uno de los cristales, se descubría mucha benignidad y calma y un asesor jóven se entretenía en doblarse y desdoblarse la banda, mientras hablaba casi risueño con una señorita de sombrero rosado, sentada por favor detrás de él.

Solo los jurado estaban pálidos y abatidos, pero era, al parecer, por haber velado toda la noche. Bostezaban sin cesar algunos de ellos, mas no había signo en sus semblantes indicativo de haber acabado de pronunciar una sentencia de muerte. Yo no pude colegiir otra cosa de las facciones de aquellos buenos señores que su vehementísimo deseo de acostarse.

Había enfrente de mí una ventana completamente abierta, debajo de la cual se oían reir en el muelle las vendedoras de flores y doraba el sol al mismo tiempo, al borde de la vidriera, una florecita pagiza, que se mecía al viento en la grieta de una piedra.

Cómo hubiera podido una predicción siniestra lanzarse en medio de tan risueñas sensaciones? Cómo pensar yo en otra cosa que en mi libertad, inundado así de sol y de aire? Un rayo de esperanza vino pues a lucir en mi pecho como lucían los cielso en derredor mio y aguardaba ya casi impaciente mi sentencia y la libertad y la vida con ella.

Al fin entró en la sala mi abogado a quien se estaba esperando y qu venía de desayunarse apetosa y copiosamente. Al llegar a su puesto se inclinó hácia mí con sonrisa, diciéndome en voz baja: Mucho en qué confiar todavía! No es cierto que puedo todavía conservar esperanzas?, le respondí yo también sonriéndome ligeramente. -Sin duda, continuó el abogado. Yo ignoro aún cual ha sido l verdicto, pero si se desentienden de la premeditacißon con que se cometió el hecho, se contentarán con presidio perpetuo -Cómo presidio perpetuo? Qué está usted diciendo?, le repliqué yo indignado? Antes mil veces la muerte!

La muerte! Sí!- y además me repetía yo dentro de mí mismo-, qué arriesgo yo en explicarme así? -Cuándo se ha visto pronunciar una sentencia de muerto sino a media noche, en una sala sombría, negra, y en el frio de las lluviosas noches de invierno? - Pero en mes de agosto, a las ocho de la mañana, en tan bellos día y en las manos de estos buenos jurados...Imposible!- Y se fijaron mis ojos den nuevo en la graciosa flor que los rayos del sol bañaba.

El presidente solo había estado esperando a mi abogado, me pidió que me levantase. Echaron las tropas armas al hombro y todos los circunstantes se pusieron en pie al instante mismo, como pudieran a impulsos de un chque eléctico. Un hombrecillo nulo y de mal aspecto sentado a una mesa en las gradas del tribunal, probablemente su escribano, tomó la palabra y leyó el verdicto pronunciado por los jurados en mi ausencia. Un sudor frio baño todos mis miembros al oirlo y tuve que apoyarme en la pared para no caerme.

-Abogado, preguntó el presidente- tiene usted algo que exponer relativo a la aplicación de la pena?
Yo sí que hubuiera tenido mil exposiciones que hacerle! Peo se había pegado la lengua la paladar, y no acerté a pronunciar una sola palabra.
Se levantó mi abogado y según yo entendí, trató de atenuar en lo posible la declaración del jurado, pidiendo en vez de la pena que esta provocaba, galeras perpetuas, la esperanza de cuyo lorgo me había ofendido tantos.

-Grande debió ser mi indignación e aquel punto para abrirse paso por entre los millares de emociones que se disputaban mi pensamiento. Quise repetir en alta voz lo que había dicho ante. -Primero mil muertes que galeras perpetuas! Pero me faltó el aliento y solo me quedó acción para tirarle rudamente del brazo al abogado, gritando con fuerza convulsiva. -No!-

Y cuando el fiscal combatió las razones de la defensa, escuchaba yo las suyas con embécil alegría.
Salieron luego los jueces de la sala, volvieron en algunos instantes y me leyó el presidente mi sentencia.

Condenado a muerte! gritó el gentió y al conducirme a la puerta se agolpó el pueblo todo hácia mi, con el estruendo de un edificio que se desploma.
Yo iba por mi parte ébrio y distraído, como si una revolución completa acabase de trastornar todos los elementos de mi existencia. Hasta entonces había yo sentido mi propia respiración, los látidos de mi pecho y me parecía vivir en el mismo medio que los otros hombres, pero desde la sentencia de muerte una muralla formidable se había levantado entre el mundo y yo.

Las anchas y luminosas ventanas de la sala, el resplandeciente sol que la bañaba, el matinal y puro y despejado cielo, la linda flor amarilla, todo se había vuelot banquizco y pálido a mi vista, todo del color de los lienzos sepulcrales. Los hombres, las mujeres y los niños que me impedián el paso, me parecián otras tantas fantasmas.

Al entrar en un carruaje negro, súcio y asegurado con rejas de hierro, que me esperaba al de la escalera, volví casualmente la vista hácia la plaza. - Un reo de muerte! gritaba la multidud corriendo a verme

y por entre la nube que me parecía separar de mí todas las cosas, observé que me miraban dos muchachas ansiosamente y oi que la más jóven exclao palmoteando- Bueno! Para de aquí a mes y medio!